martes, 11 de agosto de 2020

Los dolores fortalecen el cuerpo y los sufrimientos hacen crecer el espíritu. Por José Antonio Hernández Guerrero, catedrático emérito de la UCA

 


Estoy sorprendido por las interesantes preguntas y por las sugerentes cuestiones que los lectores me han propuesto al hilo de las ideas vertidas en los artículos sobre la existencia del bienestar y sobre los sufridores. Como es natural, muchas de las opiniones no coinciden con mis planteamientos, de la misma manera que las experiencias en las que aquéllas se apoyan son diferentes e, incluso, opuestas a las mías. No caeré en la pretensión -errónea e inútil- de defender con argumentos unas convicciones basadas, como ya indiqué, en mi experiencia personal sólo válida para mí y para aquellos que la hayan vivido de manera análoga.

Aprovecho, sin embargo, la oportunidad para aclarar algunas confusiones que en varios comentarios sobre los obstáculos del bienestar se repiten en los mensajes que he recibido. Hemos de reconocer que las enfermedades, los dolores y los sufrimientos -aunque sean realidades humanas estrechamente relacionadas- nos son manifestaciones idénticas.

Las enfermedades son afecciones comunes a todos los seres vivientes -a las plantas, a los animales y a los humanos-; son unos avisos que, amenazadores, nos anuncian la muerte; son las advertencias que, insistentes, nos recuerdan que somos débiles frente a la fuerza agresora de la naturaleza, y son unos síntomas que, claramente, nos revelan que llevamos encerrados en el interior de nuestras entrañas los enemigos de nuestra propia supervivencia. Los dolores los padecemos todos los seres animados -no las plantas- y constituyen llamadas de atención de mal funcionamiento de las piezas de nuestro complejo organismo; son las alertas que se encienden para comunicar el fallo de algún órgano; son las señales que nos alertan de que algún mecanismo corporal está estropeado.

Reconozco que los animales sufren en cierto sentido como, por ejemplo, cuando advierten un peligro, cuando se sienten abandonados o cuando perciben el peligro de muerte pero, en el sentido estricto, los sufrimientos son propiedades peculiares de los seres humanos; son prerrogativas que nos distinguen de los demás vivientes, son ecos profundos racionales de los dolores físicos, de las agresiones psicológicas o de los ataques morales: los dolores atacan el cuerpo y los sufrimientos hieren el alma. Sólo los seres humanos interpretamos el dolor y medimos sus dimensiones; sólo nosotros reaccionamos mentalmente ante estímulos desagradables y respondemos directamente con nuestra inteligencia, con nuestra imaginación y, sobre todo, nuestra emotividad.

Pero el sufrimiento es, además, una de las vías más seguras y más directas para penetrar en el fondo secreto de las realidades humanas, una clave segura para conocer el sentido profundo de los sucesos. Baudelaire, con vigor, con entusiasmo y con hondura, nos dice que la verdad reside en el sufrimiento, en el dolor que es la nobleza más ilustre: la única aristocracia de este mundo, que completa y humaniza turbadoramente la visión de las cosas. Milan Kundera en su libro titulado La inmortalidad defiende que la base del yo no es el pensamiento sino el sufrimiento porque, en un sufrimiento fuerte, el mundo desaparece y cada uno de nosotros está a solas consigo mismo: “el sufrimiento no sólo es la base del yo, su única prueba ontológica indudable, sino que es también de todos los sentimientos el que merece mayor respeto: el valor de todos los valores”. Todos sabemos que los dolores fortalecen el cuerpo y los sufrimientos hacen crecer el espíritu.

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