lunes, 3 de agosto de 2020

INCONSCIENTES E IRRESPONSABLES . Por Javier Ballesta


La suma de inconscientes y de irresponsables nos está llevando a una situación límite. Estamos al borde de  un nuevo estado de alarma. La mayoría de los ciudadanos y ciudadanas son conscientes de  lo que está pasando y se comportan de manera responsable. Pero hay una parte, espero que minoritaria, que nos está conduciendo al desastre: los inconscientes y los irresponsables.

Después de todo el esfuerzo realizado, después de tantos sacrificios, después de haber pagado el tributo de tantas muertes, estamos en un tris de volver al principio.  Y está muy claro: si todos y cada uno cumpliéramos estrictamente las normas, no habría más contagios. Hay dos grupos que nos ponen a todos en peligro: el grupo de quienes no piensan y el de los que piensan estúpidamente que  si contagian a alguien, que se aguante el interesado, la familia y el país.

Hay quien ha confundido el fin del confinamiento con el fin de la pandemia. Algunos han salido a la calle pensando que estaba superada la crisis, que todo había pasado. Y no. El virus sigue entre nosotros. Nos podemos encontrar con la muerte a la vuelta de la esquina.

Cuesta asomarse a la televisión, escuchar la radio y  ver los titulares de la prensa escrita en estos días. Habituados a comprobar que la curva de contagios y de fallecidos caía hasta desplomarse, es terrible ver ahora que los rebrotes se multiplican y volvemos a sentirnos amenazados. La esperanza se diluye en la inconsciencia y en la irresponsabilidad de algunas personas. Hoy, viernes, hemos alcanzado la peor cifra de contagios desde mayo: casi  un millar.

Los inconscientes ni se dan cuenta de la gravedad de la situación y de las consecuencias de sus actos. Salen  sin mascarilla, no guardan la distancia de seguridad, acuden a fiestas multitudinarias… Asusta ver las playas abarrotadas, las fiestas masivas, las discotecas saturadas… Un descerebrado ha organizado en Pamplona un partido de fútbol entre infectados y negativos. Los inconscientes tienen un comportamiento propio de un niño sin juicio o de un loco que ha perdido la capacidad de razonar. Y luego están los irresponsables. Estos son conscientes de la gravedad de la situación, pero se mofan de ella. Saben lo que se deriva de su forma de actuar, pero les importa un bledo. Son  sabedores del daño que causan, pero  les da igual. Pueden contagiar y matar a alguien, pero no les importa. Pueden hacer que la economía se vaya al traste, pero les trae al pairo. Algunos que integran este grupo son insumisos a quienes  les gusta desobedecer y quebrantar las normas. Otros son avaros que duplican o triplican o cuadruplican el aforo permitido de sus negocios.

Cuesta pensar, dado lo que nos estamos jugando,  que haya personas con ese elevado nivel de inconsciencia y con esas insuperables dosis de irresponsabilidad. ¿Cómo se explica este proceder insensato en unos casos y criminal en otros?

La norma es clara. La información es persistente.

La insistencia es machacona. ¿Por qué siguen produciéndose los rebrotes que nos tienen al borde del precipicio?

Durante mucho tiempo miramos hacia los responsables políticos y hacia los sanitarios. Hoy tenemos que mirar hacia los ciudadanos y las ciudadanas de a pie.

Yo creo que la solución no está en las multas. Con lo cual no quiero decir que no se pongan cuando se incumpla la norma. Lo que pasa es que si alguien solo obedece por el miedo a la multa, cuando no le vean, cuando pueda zafarse de la vigilancia, se comportará de manera delictiva. Como si, cuando no sea sancionado, no se produjeran los daños consecuentes.

Desde mi perspectiva, la solución, como en tantas otras cuestiones de este tipo, está en la educación. Porque esta tiene dos soportes fundamentales que inciden en los dos problemas que estamos enunciando. Un soporte de la educación está referido a la inconsciencia, a la necesidad de aprender a pensar. a la capacidad critica y de discernimiento. La persona educada  es capaz de conectar las causas con los efectos. Sabe que un determinado hecho conlleva una determinada consecuencia. Es consciente de lo que pasa, tanto  desde una perspectiva general como desde la actuación individual. Una determinada causa, produce de forma inexorable un efecto. La consecuencia es fruto de la lógica, no del azar.  El otro soporte de la educación es la  ética, es decir la responsabilidad. La persona educada sabe qué es el bien y qué es el mal y se adhiere al bien. No obra de manera que pueda causar el contagio, la muerte y el desastre económico del país. Porque tiene conciencia moral.

Cuando una parte importante de la ciudadanía   falla en estas dos exigencias fundamentales del buen hacer democrático, pienso en el fracaso de la escuela a la que acudió durante muchos años. ¿Qué aprendieron? ¿Aprendieron a pensar? ¿Aprendieron a ser responsables? Parece que no. Ya sé que existe el libre albedrío del individuo, que ha podido tener una buena educación  a la que por egoísmo o pereza ha dado la espalda. Pero no dejo de preguntarme si no se pudo actuar en la escuela de una manera más eficaz para conseguir esos logros, a mi juicio, esenciales.

La llamada de atención que quiero lanzar con este artículo va dirigida también a los padres y a las madres.  Sé por experiencia (tengo una hija adolescente) que los jóvenes corren el peligro de sentirse inmunes,  ya que están sanos y su natural optimismo les hace creer que a ellos no les va a tocar. Es responsabilidad de los padres y de las madres exigir a sus hijos un comportamiento que no conlleve el peligro de contagio. Por otra parte, se ha insistido tanto en que el virus ataca principalmente a las personas de edad  que  los jóvenes pueden tener la impresión de que el problema no va con ellos. Y, si realmente fuera, no les tocará pagar una factura elevada. Pueden pensar, además, que si en 20 situaciones de riesgo no ha pasado nada, ya nunca podrá pasar.

Existe un tremendo error que consiste en pensar que, por uno solo y por una sola vez que se incumpla la norma, nada puede pasar. Permítame el lector que le cuente, a propósito de este error, que no es sino un mala excusa, una pequeña historia que hace tiempo leí  en un libro de Antonio Pérez Esclarín, titulado “Para educar valores. Nuevas parábolas”, libro que tengo amablemente dedicado por el autor. La historia se titula “El cuento de la solidaridad”. Dice así:

  • ¿Puedes decirme cuánto pesa un copo de nieve, le preguntó un colibrí a una paloma.
  •  Nada, fue la respuesta.
  •  Si eso es lo que piensas, que no pesa nada, te voy a contar una historia. El otro día me posé en la rama de un pino, cerca de su tronco. Hacía frío y comenzó a nevar mansamente. No era una de esas ventiscas terribles que azotan los árboles y los retuercen dolorosamente. Nevaba como en un sueño, sin violencia, sin heridas. Como no tenía nada que hacer, empecé a contar los copos que caían sobre la rama. Después de muchas horas, había contado exactamente 3.741.902 copos, cuando cayó el siguiente –sin peso alguno  como tú dices-  quebró la rama.

Dicho esto el colibrí levantó el vuelo. Pensaba ya de otra forma.

Esa ligereza, ese olvido, ese despiste puede costar muy caro. La rama se rompe por un copo de nieve. Tenemos que pensar que nuestro copo será siempre el 3.741.903. En definitiva,  el copo que quiebra la rama de la salud. No seamos inconscientes. No seamos irresponsables.

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