miércoles, 26 de agosto de 2020

AMOR Y VEJEZ -EL RINCÓN DE LOS MAYORES-, por José Antonio Hernández Guerrero

 


Era inevitable que, tras conversar sobre la amistad, nos refiriéramos al amor: el impulsor central de la vida personal y la fuente nutricia de la supervivencia colectiva. “Por muchas vueltas que le demos y por muchas teorías que expliquemos, la única verdad es que, en todo lo que hacemos, pretendemos amar y ser amados. Esa es la conclusión a la que he llegado -nos dice Juan- al repasar las biografías de los grandes personajes y los comportamientos de las personas normales con las que he convivido”. Tras esta afirmación rotunda todos queremos intervenir para explicar la gran paradoja -la contradicción- que encierra este sentimiento, porque, como afirma Luis, el amor es la solución y el problema. Estamos de acuerdo en que es el motor de la vida humana, porque, como comprobamos en programas televisivos populares y en obras literarias importantes, el amor está en el fondo de la mayoría de las alegrías que disfrutamos y en las raíces de los sufrimientos que padecemos como amantes y como amados.


En mi opinión, aunque es cierto que ha sido el objeto predilecto de los estudios de las diferentes ciencias humanas y uno de los asuntos preferidos por los diversos lenguajes artísticos, también es verdad que muchos de los problemas han surgido por la frivolidad con la que frecuentemente se simplifica su naturaleza íntima y su complejo funcionamiento. Y me refiero, no sólo a los comentarios televisivos de los programas de ocio o de humor, sino también a algunos mitos que seguimos celebrando, sacralizando y dramatizando, al mismo tiempo que los ridiculizamos y los parodiamos.


En la teoría, los mayores reconocemos que es la clave que interpreta los principales enigmas humanos, y la fórmula que resuelve muchos de los problemas de la convivencia pero, en la práctica, no lo aplicamos con la coherencia ni con la asiduidad que sería de esperar. A veces, temiendo que nos ciegue y nos despiste, neutralizamos su posible influencia e, incluso, actuamos en contra de sus dictados. Es frecuente, también, que lo cubramos de apariencias rígidas y que lo disimulemos con máscaras grotescas, para evitar que los demás adviertan su poderosa influencia.


El amor en la ancianidad es, efectivamente, la única clave inexplicable que es capaz de dotar de sentido al “sinsentido”: es una necesidad y una obligación y, además, un don y un buen negocio. Estoy convencido de que es la única flor que no se pudre, la única cosecha que el tiempo no calcina ni los vientos esparcen sus restos por muy sutiles que sean. El amor, cuando es auténtico, es una chispa eterna y un fuego inextinguible que nunca se convierten en cenizas. Quizás el secreto de su supervivencia y de su fecundidad estribe en que más que río caudaloso -más que hinchazón o brillo, más que volcán o rayo- es una corriente subterránea que nos nutre.


Inevitablemente -queridos amigos- hoy me veo obligado a referirme a mi principal maestro en los estudios sobre Retórica, el profesor Marc Fumaroli, un amante y un amado que, a sus 88 años, ha fallecido en París. Reconozco que su monumental obra Historia de la Retórica Moderna ha sido una de las fuentes que han alimentado los trabajos sobre comunicación que hemos elaborado la profesora María del Carmen García Tejera y un servido, pero en esta ocasión me refiero al libro que me recomendó hace ya más de cuarenta años: se titula, Amor y vejez, y su autor es Francois René De Chateaubriand.

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