Hay quienes han descubierto el valor de una familia por la que desvelarse más allá de lo económico
Leo en este mismo diario la estupenda y casi increíble noticia de que, según reciente encuesta, nada menos que el 65% de los españoles se sienten felices, en tanto sólo un exiguo 7% tiene el valor de considerarse desgraciado en este país de hombres felices. El resto, como parece ser norma en otras latitudes, ni fu ni fa. Porque debe saber el amable lector que estos números nos ponen a la cabeza de Europa en ese mágico índice -ya iba siendo hora de que encabezáramos alguna estadística no fatídica- y sólo los finlandeses, ese pueblo al parecer ejemplar del que en realidad casi nadie sabe nada, nos ganan en optimismo ante el muy previsible 2021.
Yo quisiera creer que la felicidad de los españoles no responde a la mera ceguera ante la que tenemos encima ni a sobredosis de propaganda gubernamental por vía televisiva, como muy posible es, sino a razones más hondas aunque menos patentes. El malo de remate -dicho sea sin especial ironía- año que se despide, agravado desde todos los ángulos posibles por la casi inverosímil negligencia e inoperancia de nuestros gobernantes, cuyo único afán exitoso consiste en hacer pagar a media España el pecado de no haberles votado, pudiera haber sido también un tiempo lleno de logros de los que sólo se oye hablar una vez se ha dejado sentada la maldad insalvable, las pérdidas irreversibles, del 2020. Pero hay quienes, entre tanta calamidad, han descubierto nada menos que el amor y el valor de la compañía de una familia a la que cuidar y por la que desvelarse más allá de lo económico, la importancia de poseer un hogar con rincones más confortables de lo antes imaginado, de recibir llamadas o correos de personas que de veras se preocupan por nosotros porque nos quieren. Y quienes habrán aprovechado la brusca interrupción del ruido habitual en la vida de hoy para reencontrarse consigo mismos, para pedir y obtener la fuerza para reconciliarse con aquel familiar o amigo con el que creían haber roto para siempre, para disfrutar de nuevo con lecturas o películas casi olvidadas, tal vez para regresar de forma más honda y personal a una fe que había quedado traspapelada pero no muerta.
Sí, esas y otras muchas posibilidades al alcance de la mayoría pueden ser causa bastante para alimentar una felicidad y nutrir un optimismo ante la vida que ni los años nefastos ni los gobiernos lamentables pueden destruir.
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