Este año, no hay Cabalgata de Reyes Magos. Puede que aquí haya alguna, o allí. En los años precedentes, ciertos municipios de España —cuyos nombres omitimos— ya se empeñaron en acabar con esta costumbre, a base de lo que mejor funciona: la deconstrucción. O sea, la parodia, como aquellas Magas Republicanas. Durante estos días, en cambio, volvemos a escuchar a algunos contertulios —en muchos casos, iletrados que dan espectáculo de gallinero— con la misma cantinela de cada Navidad. Que si solsticio de invierno, que si fiesta del Sol Invicto y otras ocurrencias. Son un intento mostrenco, pero eficaz, de justificar que el «Feliz Navidad» o «Felices Pascuas» se hayan deconstruido a «Felices fiestas», sin mención alguna a María, José y el Niño.
El Niño se ha convertido en el gran ausente de estas celebraciones y estas jornadas frías. Y, como hace poco recordaba Higinio Marín —y este servidor lo elogiaba mano a mano con Gregorio Luri, por algo que les comunicaremos dentro de un par de meses—, la Navidad es la festividad del Niño. No sólo del Hijo de María, nacido en Belén de Judá, siendo Cirino gobernador en Siria y Octaviano emperador en Roma. La Navidad es —valga el pleonasmo, y gracias al cristianismo, ese catalizador de Occidente— la festividad de cada niño. De la infancia, del candor, de la inocencia, de la ilusión. De aquella admonición evangélica: «Si no sois como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos».
En La gran familia (Fernando Palacios, 1962) —pegadiza y alegre banda sonora de Adolfo Waitzman— esa ilusión de los niños se va convirtiendo en continuado vórtice de la trama, y, contagia con delicia a los adultos, empezando por el matrimonio. Un matrimonio que, ante las dificultades, pone buena cara, y que nunca discute ante los hijos. Quizá el niño más emblemático de este largometraje sea Críspulo (Pedro Mari Sánchez), que celebra su Primera Comunión tan devoto como goloso, que se fascina con la playa tarraconense y que, ante la desaparición del pequeñuelo Chencho en la Plaza Mayor, recurre a esa clarividente sabiduría infantil. Gamberro, pero con un corazón enorme —un corazón que, repitiendo las palabras de san Josemaría Escrivá, sabía ponerse en el suelo para que los demás pisasen blando.
Críspulo propicia dos escenas de emoción desbordante: la primera, cuando, a base de petardazos, se cuela y consigue hablar con uno de esos Magos de Oriente que ponían los señores de Galerías Preciados. Rompe la carta repleta de nombres de juguetes bélicos y le pide una sola cosa: que vuelva Chencho a casa. Críspulo lo solicita repleto de confianza: «Tú ves a Dios, ¿no, Majestad?». El hombre bajo el disfraz se conmueve y, con él, todo espectador que aún tenga sangre en las venas. La segunda escena… Mejor verla. Es el final, el modo como Críspulo da gracias.
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