En varias ocasiones me he referido al cambio histórico que se ha producido en la izquierda socialista y comunista. Cómo, abandonando los supuestos marxistas clásicos (la lucha de clases, el materialismo histórico y, en parte, la vía subversiva), se había adaptado con rapidez a los nuevos tiempos posmodernos, simbólicamente representados por el movimiento de Mayo del 68 y la caída del Muro de 1989.
Preocupados por su pervivencia, algunos partidos socialistas habían comenzado con anterioridad su conversión a la socialdemocracia. Ante la inédita situación que se les presentaba, la izquierda en su conjunto se fue progresivamente apartando del mundo obrero (espacio reocupado en parte por la derecha), transformándose en lo que se ha denominado la izquierda divina (la gauche divine) o la progresía, formada por personas acomodadas, con escasa experiencia en el trabajo manual y gustosas de compartir vicios y virtudes con sus otrora enemiga, la burguesía.
Para justificar el giro dado, la izquierda se ha entregado a la causa de movimientos alternativos, en principio minoritarios (feminismo, LGTB, separatismo, proaborto y eutanasia, etc.) y la ideología de género, cuyo desarrollo ha contribuido a impulsar, alejándose de sus orígenes, aunque todavía palpite con fuerza en su proyecto el deseo de un mayor control estatalista, la defensa de algunas mejoras sociales de tipo salarial, las inversiones públicas, por encima incluso de sus posibilidades económicas, y ahora el cultivo del populismo.
Esta importante transformación ha convergido con otra del mismo tenor, igualmente paradójica y no menos importante, entre sus tradicionales enemigos. Me refiero a la experimentada por las élites del poder económico, los grandes capitalistas, comenzando por los de alcance globalizador, tradicionalmente adscritas a la derecha. Hace unas semanas confesaba abiertamente el Time la participación de poderosos lobbies en la caída de Trump. Es más, reconocía, juzgándolo en su opinión como positivo, el golpe (el putsch) dado contra el que fuera hasta hace poco presidente de los EEUU. Esta desvirtuación de la democracia, que sin duda ha implicado una larga preparación de años a través de los medios de comunicación americanos y del mundo, culminada con fraude electoral y la trampa del propio asalto al Capitolio, ha conseguido dar la vuelta a la trayectoria liberal seguida hasta este momento en el gobierno de una de las naciones más paradigmáticas de la democracia y el capitalismo. Con el peligro añadido de que sea imitado en otras partes del mundo, donde la progresía se ha crecido.
¿Dónde está, así pues, la convergencia con la izquierda? Me refiero, en estos tiempos de cambios profundos, a la conversión de la alta burguesía, de los grandes poderes económicos, con escasas diferencias, a las mismas tesis que la izquierda ha asimilado. Una conversión iniciada asimismo a la socialdemocracia.
La decadencia del sentido moral que vivimos en Occidente ha terminado por unir a los viejos enemigos en unos mismos presupuestos. No debe extrañarnos que tales lobbies económicos y los medios poderosos financien a la izquierda y movimientos afines, colaborando a sostener sus aparatos de propaganda. Es su coincidencia en los contenidos lo que hace posible este, solamente en apariencia, contradictorio ensamblaje. Tan de izquierdas es, por citar un ejemplo, es Bill Gates que Xi Jinping, actual presidente de China comunista.
El punto de unión está en el deseo compartido de acabar con las tradiciones religiosas y morales de Occidente mediante el desenraizamiento o el combate contra ellas, imbuyendo en la ciudadanía, a través de gobiernos y organismos diversos, los programas del Nuevo Orden Mundial. La nueva ética liberticida, en la que algunos de ambos grupos se hayan ya bien iniciados, se basa fundamentalmente en el pansexualismo y la plena libertad sexual, sin cortapisas; la creación de una identidad de corte universalista sin apenas vínculos con el pasado, el férreo control de la natalidad y de los propios ciudadanos por diferentes medios, convenciéndoles de que las prescripciones dimanadas del Poder prescriben lo ético y sirven al bien general.
Muchos de estos capitalistas, no tan poderosos como los de la élite susodicha, alimentan también a su manera al monstruo, en lo que podemos considerar a medio plazo como un error táctico, creyendo que así podrán ganarse la aceptación de sus socios y de sus gobiernos (de nuevo, el caso de China), pero que, al final, terminará, como un boomerang, volviéndose en contra de ellos.
La apuesta por un programa mundial único atrae sin duda a muchos. Suena en principio bien. Humanidad fraternalmente unida, sin limitaciones de cara a construir por si misma su propio futuro: la vieja utopía ilustrada rediviva. Se informa muy poco, en cambio, sobre el precio que, en tantos ámbitos, se ha de pagar por ello.
Manuel Bustos
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