Nuestra Semana Santa -una manifestación popular en la que participan activamente ciudadanos de diferentes edades, de distintos niveles culturales e, incluso, de diversas convicciones ideológicas- es menospreciada por algunas élites políticas, sociales e, incluso, religiosas: algunos políticos la califican de mera superstición, ciertos agentes sociales la interpretan como simples expresiones folklóricas y no faltan sacerdotes que la valoran como elementales devociones locales alejadas de la liturgia y, a veces, como opuestas al espíritu de recogimiento que debe imperar en las celebraciones eclesiales.
En mi opinión, nuestra Semana Santa posee, al menos, dos valores humanos: En primer lugar, son portadores de valores humanos importantes en nuestra cultura decisivos para lograr la felicidad individual e imprescindibles en la conservación del bienestar familiar y social como, por ejemplo, la paciencia, la humildad, el perdón, la misericordia, la paz, el amor, la compasión, la esperanza, el silencio, la palabra, la caridad o la gracia.
En segundo lugar, son el resultado de la inspiración, del ingenio y de las habilidades de nuestros artistas y de las destrezas de nuestros artesanos. La amplia gama de la imaginería, de bordados, de ornamentos, de orfebrería -faroles, ciriales, candelabros, ánforas, o la sobriedad de las marchas fúnebres, la hondura de las saetas, la agudeza del toque de clarines e, incluso, el rotundo sonido de los tambores, las luces, los colores, los sonidos, las melodías, los ritmos y los silencios transmiten unas sensaciones que se asocian a los sentimientos y éstos conectan con los pensamientos que orientan y estimulan nuestros comportamientos: configuran diferentes modelos de vida y distintas concepciones del bienestar y de la felicidad. Es sabido que las sensaciones, las emociones y las ideas influyen en las actitudes y en las conductas personales y sociales.
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