Desde hace algunas décadas, China viene emergiendo como gran rival de la hegemonía estadounidense, cumpliendo un papel que recuerda al que ejercieron el imperio parto y luego el sasánida frente al expansionismo romano en Oriente. El absceso de Corea de Norte, la derrota en Indochina, la continua pérdida de influencia en Oriente Medio y África, ahora el sangrante ridículo de Afganistán sólo se explican a partir del progresivo despliegue de un poder sutil, pero de terrible violencia cada vez que lo juzga preciso, que ya se hace presente, mediante el apoyo a las peores tiranías, incluso en el propio continente americano. La erosión del potencial estadounidense, y occidental por extensión, es el leitmotiv de toda la polifacética acción exterior del gigante asiático, pero el desafío no se reduce a ese ámbito trascendental: la agresiva política comercial, su explotación de los recursos naturales de medio mundo sin la menor preocupación medioambiental o social, su peor que dudoso papel en la extensión y probablemente en la producción del virus que destroza al mundo... Cualquier otra potencia se habría visto condenada y en apuros, por mucho menos se han impuesto duras sanciones, pero China y sus abusos gozan de una condescendencia sin límites. El único mandatario con la visión y los redaños suficientes para hacerle frente, Donald Trump, cayó en parte precisamente por esa determinación. Hoy China tiene al frente del imperio rival al mejor presidente que hubiera podido soñar. Hay que temer que Afganistán sólo sea el comienzo.
Blog que complementa el módulo MÚSICA Y TIC en el siglo XXI" del AUM de la UCA
viernes, 27 de agosto de 2021
¿Afganistán? China,China, China. Por Rafael Sánchez Saus, catedrático de la Uca
La hegemonía, más aún, las grandeza norteamericanas, labradas en tres victorias aplastantes de dimensión global en menos de un siglo -las dos mundiales y la Guerra Fría con la desaparecida Unión Soviética-, están fuera de discusión y es el primer factor con el que hay que contar en cualquier análisis internacional. Estados Unidos debe una parte de su conciencia política y su configuración institucional al lejano pero vivísimo recuerdo -al menos, hasta esta generación woke- de Roma, no en vano se eligió el nombre de Capitolio para designar al sancta sanctorum de su democracia, es decir, de su ser como nación. Pero Roma, en el cenit de su poder, no dudó en establecer límites o fronteras a su imperio, en parte por sentido de la contención, en parte por pragmatismo. Roma hubo de aprender hasta dónde podían alcanzar las águilas de sus legiones, la fuerza de sus decretos y las exacciones de sus gobernadores.
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