¿Qué podemos hacer -me pregunta
un lector amigo- para eliminar esta violencia de género que, a pesar de las
normas legales, sigue creciendo como hierba destructora y mortífera? En mi
opinión, para responder podríamos emplear una imagen tomada de la botánica: “como
ocurre con las demás plantas venenosas, para lograr su exterminio es necesario
que, al mismo tiempo, arranquemos sus raíces y limpiemos la atmósfera de las mismas
que las favorecen”.
Las raíces, efectivamente, se plantaron -y, en cierta medida se siguen esparciendo- mediante esa educación machista e inhumana que privilegia la fuerza física e, incluso, el poder de los poderosos, y que se adentra en la profundidad de las conciencias de tantos seres que no han llegado a asumir el valor absoluto de cada una de las personas con independencia del sexo, de la edad y del nivel económico, social o político que haya alcanzado.
Mientras que no aceptemos que el capital más importante de nuestro patrimonio
humano es nuestra condición de persona, la valoración de nuestros conciudadanos
y el trato que le dispensemos serán inadecuados y, la mayoría de las veces,
injusto. Lo digo de una manera más clara: la fuerza física, el poder político,
la función social e, incluso, la misión religiosa, no constituyen los datos
determinantes del respeto con el que hemos de tratarnos todos.
En mi opinión, la única fórmula para lograr arrancar el machismo agresivo es el
reconocimiento explícito de que la persona humana constituye el fundamento y el
punto focal de todas las acciones económicas, sociales y políticas. Por muchas
estrategias pedagógicas que ensayemos, no lograremos eliminar el machismo en la
familia y en la sociedad si no aceptamos que el respeto a la persona -a todas
las personas, mujeres y hombres- es una condición esencial y el punto de
partida de las teorías filosóficas, de las doctrinas éticas y de las prácticas
educativas.
En la actualidad la dignidad humana de cada persona está amenazada seriamente
por el nihilismo filosófico -todos los valores vigentes son una pura nada-, por
el fanatismo religioso o político -la entrega apasionada y desmedida a una idea
o a unas convicciones consideradas como absolutas, y el ansia irreprimible de
imponerlas a los demás mediante procedimientos represivos-, por el individualismo
radical liberal -sólo mi vida vale y la del otro tiene un valor funcional- y
por la concepción hedonística de la vida -todos los placeres físicos deben ser
satisfechos sin restricción alguna-.
Pero, en mi opinión, en nuestros
ambientes se sigue manteniendo el germen patógeno y venenoso del machismo. Ya
tenemos suficientes experiencias para llegar a la conclusión de que la
convivencia está en peligro cuando no respetamos la dignidad humana de cada
persona sea cual sea su sexo y cuando no buscamos el bien común con
independencia de credos, de lugares de origen o de sexos. Por eso deberíamos
seguir insistiendo en la centralidad del ser humano en el universo y en la
historia. Éste es, a mi juicio, el fundamento de un humanismo integral y
solidario que garantice el crecimiento humano y el progreso social: el respeto
al ser humano y a todos los seres humanos. El machismo pone de manifiesto,
sobre todo, la debilidad de los que lo practican.
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