La cuesta de enero se empina tras las celebraciones de rigor y bueno será que la escabrosa senda que este año nos obliga a transitar -la inflación y la pavorosa pérdida de poder adquisitivo de los asalariados- no se convierta en el amargo destino de todo el 2023. El discurso oficial ha conseguido trasladar a la gente una especie de seguridad en que aquí no pasará nada grave, para lo que esta sociedad, que ideológicamente oscila entre el gusto por el modelo sueco y el cubano, confía en la que parece infinita capacidad del Estado para seguir extrayendo y dilapidando recursos. La memoria de las masas es como la de un banco de arenques y ya nadie parece acordarse de lo que sucedió hace casi exactamente una década, con otro gobierno socialista al frente.
Pese a todos los optimismos oficiales y particulares -no hay más que ver la furia ocupante de veladores que se desata en las horas señaladas-, los pocos sensatos que aún quedan no dejan de recordar que, a diferencia de hace una década, hoy no contamos con dos escudos que sirvieron de mucho entonces: los recursos de las familias, tras años de indudable prosperidad, y sobre todo la capacidad del Estado para endeudarse como consecuencia, precisamente, de que hasta entonces los gobiernos entendían, como parte de sus obligaciones, que los ingresos y los gastos de la administración debían guardar cierta armonía.
La realidad, que en cualquier otro tiempo hubiera sido considerada inaceptable, es que la deuda pública española ronda hoy la inimaginable suma de dos billones de euros, un 170% del PIB, comprendidos ahí los 500.000 millones que los trucos contables descuentan en notas y comunicados oficiales por corresponder a las sumas que las distintas administraciones se deben entre ellas. Para este 2023 se prevé colocar deuda por valor de otros 256.000 millones, un 8% más que el año pasado. Mientras, el interés de esa losa no deja de subir y está ya en niveles de 2012, en plena crisis financiera, a consecuencia de las continuas subidas de los tipos y de las incertidumbres que genera la economía española. Con estos números, y la decisión de Bruselas de condicionar el respaldo de la deuda a ajustes fiscales, sólo un Gobierno funambulista y una ciudadanía circense pueden creer que aquí no pasará nada. Hasta que ese momento llegue, y sin duda esa es la esperanza de Pedro Sánchez mientras se acerca la inevitable convocatoria de elecciones, ancha es Castilla.
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