La muerte de Benedicto XVI, no por esperada -cuántas veces no nos fue adelantada por lo que hoy llamamos fake news- ha dejado de hacernos sentir huérfanos a los que por una vez, perdóneseme, me atrevo a llamar católicos de verdad. Entre los momentos más hondos y sublimes de mi ser católico -porque la catolicidad admite y hace posible esa sublimidad sin la que la vida pierde uno de sus colores esenciales- está aquella mañana de agosto de 2011 en la que Benedicto XVI se rodeó en El Escorial de una multitud de jóvenes universitarios a los que, una vez más, profesor entre profesores como nos dijo en su discurso, nos aleccionó sobre cuestiones principales de nuestra fe y de nuestra vocación. Uno, ya no tan joven ni siquiera entonces, tuvo la suerte de poder asistir y, milagro sobre milagro -vale, azar sobre azar -, nada menos que de poder apretar su mano y besar el anillo del pescador. Pero lo que mejor recuerdo no fue eso, sino la intensidad de la mirada que me dirigió y que no olvidaré jamás.
En su modestia, y por circunstancias fundamentalmente profesionales que no me cansaré de agradecer a la vida, quien esto escribe ha tenido ocasión de conocer y hasta de tratar a un pequeño número de enormes sabios. Aquella mañana, en El Escorial, yo tuve la íntima y pletórica sensación de estar ante el quizá más grande sabio con el que nunca haya cruzado la mirada. Porque sabio no es sólo el que sabe mucho, es aquel que es capaz de interpretar el mundo en el que vive y darnos a los demás mortales claves para sobrevivir a la reciedumbre de los tiempos. La cristiandad fue construida en tiempos infames, tan infames como los nuestros, no sólo por santos, sino por santos sabios. Quien desee saber de qué hablo solo tiene que asomarse al Cronicón de Hidacio, obispo de Aquae Flaviae, hoy la portuguesa Chaves, en el siglo V. Hidacio tuvo que bregar con los bárbaros de entonces, crueles, soberbios, codiciosos, ignorantes, inicuos… Hidacio se hundió en el pesimismo, pero otros muchos prelados de aquellos tiempos oscuros se alzaron como luminarias para confortar y guiar a sus pueblos. Sírvannos un Agustín o un papa León como ejemplos máximos. Cuando más tarde la imaginación nórdica creó a Merlín, sabio y mago, guía y consejero, trabajaba sobre modelos cristianos de los que Benedicto el Sabio ha sido el último exponente. Tardaremos mucho en conocer algo igual.
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