QUIENES peinamos canas o ya ni siquiera las tenemos, guardamos todavía viva la imagen de nuestros abuelos, en el recuerdo y en algunos álbumes de fotos antiguas. Vestidos generalmente de color oscuro, con sus dedos deformados por la artrosis, y el peso de las dificultades y los sinsabores de una larga vida, su presencia, con su aire de gravedad, nos suscitaba una imagen de autoridad y respeto, cuando no de veneración, que hoy, desgraciadamente, se ha perdido.
Los ancianos o mayores han ocupado un puesto señero en todas las civilizaciones. Hoy, como expresara Carlo Maria Cipolla, el anciano es un despojo. Su presencia era signo de experiencia y sabiduría; en la actualidad las cosas han cambiado drásticamente. Las etapas de la vida se han acortado y alterado sus correspondientes contenidos. Parafraseando a Joaquín Sabina en una de sus primeras canciones: los niños ya no quieren ser príncipes, ni las niñas princesas.
Apenas existe la infancia. Los hijos parecen pequeños adultos resabiados e insumisos; la adolescencia ha ocupado una buena parte del terreno que todavía correspondía a la niñez, y la juventud, buscada y deseada, más bien imitada, desea prolongarse en el tiempo adentrándose en la senectud. La eterna juventud. Hasta el punto que los viejos quieren jugar a ser niños, con extravagancias a veces que no se corresponden con su edad. En el vestir como el crecer cada cosa tiene su momento.
Si verdad es que, según tantas veces se ha dicho, los ancianos parece como si regresaran a la infancia, a día de hoy, incitados por un ambiente general de da obsesiva de la decrepitud y del implacable paso del tiempo, los mayores se apresuran a imitar a los jóvenes siguiendo sus modas, tiñendo de colores chillones sus cabellos o rompiendo sus pantalones, y queriendo competir con ellos en el ámbito de las diversiones y actitudes que ya no les tocan: sencillamente, se les ha pasado el tiempo. Como si quisieran desafiar a la edad con una huída hacia atrás, en vez de ocupar el lugar que debieran tener, no tan respetado quizá como en el pasado, pero por otro lado tan necesario para conseguir una sociedad sana, reconciliada con el ser de las cosas y de la vida, cubriendo a la vez un puesto irremplazable en su seno de indudable valor.
Es difícil resistirse a la presión ejercida por los medios, incitando a vivir como si la muerte no existiera y el tiempo personal no tuviera fin. Aún recuerdo la contrariedad que noté en un grupo de mis compañeros de la universidad, cuando al confeccionar el plan de asignaturas que convenía poner en los cursos dirigidos específicamente a los alumnos de la tercera edad, se me ocurrió aconsejar que se introdujera alguno que les ayudase a afrontar la muerte, al margen de si se era o no persona religiosa. Se trataba sin duda de un recordatorio maldito e inoportuno, a pesar de su incuestionable realismo y conveniencia. Era preferible proponer conocimientos como la informática, la ecología, la alimentación o la gimnasia para mayores, como si se hubiera de vivir para siempre ¿A quién puede gustarle que le recuerden las postrimerías?
Todas estas cosas han llevado, casi imperceptiblemente, a vivir una realidad evasiva, que no es cierta, y a descuidar algo tan importante como la vida misma. En su lugar, y no me refiero en este caso a los estudios, se ha optado por la infantilización de la vejez, haciéndoles creer a las personas llegadas a esa época sabia y dorada, que es suficiente con querer ser jóvenes para llegar a serlo. Que es un tema exclusivo de la voluntad. Basta con creérselo e imitarlos mientras el cuerpo aguante. Diversión, entretenimiento, olvido, sí, mucho olvido. En lugar de afrontar este tramo final con serenidad, como un tiempo único, y, en el caso de los abuelos creyentes, con esperanza.
Pero, ¿qué podemos pedirle a la época inmanentista que nos ha tocado vivir, cuando todo, hasta el mismo cuerpo, se quiere moldeable a gusto del consumidor? Pues nada, amigos, comamos y bebamos y cantemos y holguemos, que mañana ayunaremos, como nos dice Juan de la Encina en su Cancionero. La mejor terapia para desperdiciar un tiempo precioso y engañarse a sí mismo.
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