La disposición para imponer a los demás una determinada manera de pensar en temas importantes ha estado presente a lo largo de la historia. Lo que hoy denominamos políticamente correcto -que no es sólo político, dicho sea de paso- no es, por tanto, un fenómeno nuevo. Tradicionalmente es el Poder quien tiene capacidad para hacerlo, a través de diferentes métodos coercitivos. Sin embargo, en las sociedades del pasado estaba limitada por la precariedad de los medios de comunicación, la dispersión poblacional y la influencia social de los llamados poderes intermedios (corporaciones, estamentos, la Iglesia), que actuaban de contrapeso. Qué duda cabe que hoy las tornas han cambiado radicalmente.
En este mundo de democracias y globalización en que vivimos, dichos medios son más poderosos y tienen capacidad para llevar sus mensajes a los lugares más lejanos del planeta. Así podríamos decir que participamos de hecho en una cultura mundializada; los humanos, frente a lo que en un principio pudiera esperarse por eso de la libertad, tendemos a pensar de la misma manera sobre una serie de temas esenciales. E, igualmente, muchas de las preocupaciones que nos asaltan se han socializado. Y los contenidos de lo políticamente correcto han cambiando.
Bien merece la pena que demos un repaso a lo sucedido. El pensamiento que se nos impone y nos imponemos, así como las actitudes de él derivadas, provienen de las viejas ideologías decimonónicas pasadas por mayo del 68. La izquierda política y cultural, sin ser la única, ha participado en ello activamente, hasta establecer finalmente su hegemonía. Imposibilitada para mantener vigentes los contenidos de su pensamiento clásico, tras el abandono de los mismos por parte de los trabajadores y desheredados, destinatarios esenciales de su discurso, sin olvidar los malos resultados históricos de su gestión política y socioeconómica, se vio en la tesitura de reinventarse hace apenas unas décadas. Acudió al argumentario disponible en algunos movimientos minoritarios, que, a pesar de serlo, recibían apoyo de los poderosos lobbies económicos y tecnológicos mundialistas. Gracias a él, los contenidos se han extendido como la pólvora, si bien no deja de ser paradójica la convergencia de las propuestas de la izquierda con las de los nuevos ricos, al igual que el puntual apoyo a determinadas iniciativas separatistas.
Todos estos factores han permitido ampliar enormemente el círculo de los receptores y vincularlos a lo considerado políticamente correcto hoy, acelerando al mismo tiempo la asimilación por las masas de su contenido. Con el añadido del cambio en los métodos de represión utilizados por los nuevos poderes, que han dejado de ser tan expeditivos e, incluso, violentos como antes, para volverse más sofisticados, mentirosos y sibilinos.
En términos genéricos, lo políticamente correcto gira hoy en torno a varios referentes con sus mantras correspondientes, e ideas casi de universal aceptación, que suenan bien a los oídos (solidaridad, igualdad, inclusión, sostenible, diversidad y multiculturalidad), pero que muchos han convertido en dogmas, excluyendo y persiguiendo las críticas y matices acerca de ellos.
Podemos adscribir tales ideas a varios temas interconectados entre sí: la ideología de género (y su acientífica visión antropológica), en un lugar prioritario y con un gran alcance, gracias al apoyo del movimiento feminista; la hegemonía controlada del individuo sin trabas a sus propios deseos y pulsiones, la revisión historiográfica, la amenaza ecológica vinculada al cambio climático, la contracultura y el universalismo. No tengo aquí tiempo de desarrollarlas.
Estos temas han generado a la vez su terminología propia, llamada a cambiar el significado mismo de las palabras, e introducir otros nuevos de carácter ideológico, que generan confusión, ociosas reiteraciones y poseen a veces un claro sentido reivindicativo y de combate (negacionista, homófobo, machista, fascista, sexista, etc.).
Aunque tampoco esto sea nuevo, lo políticamente correcto ha desarrollado hoy, en poco tiempo, toda una sensibilidad olfativa para la autocorrección individual y colectiva, a fin de evitar una reacción no deseada proveniente de los guardianes de la corrección.
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