José Antonio Hernández Guerrero, comenta el libro de Pedro Ortega Campos "Las décadas prodigiosas" Madrid, PPC.
En contra de lo que frecuentemente sentimos, pensamos y decimos, la cantidad de vida humana no posee exclusivamente una dimensión lineal y temporal. Por eso no debemos medirla aplicando solo el reloj o el calendario sino que, además, deberíamos tener en cuenta el caudal de vivencias pluridimensionales que proporcionan significados trascendentes a las múltiples actividades que realizamos u omitimos. Como es sabido, los pasos siempre dejan unas huellas, más o menos profundas, que dan sentido al resto de nuestra trayectoria. ¿Cómo es o será la vida que vivimos -o que vivamos- a partir de los cincuenta?
En contra de lo que frecuentemente sentimos, pensamos y decimos, la cantidad de vida humana no posee exclusivamente una dimensión lineal y temporal. Por eso no debemos medirla aplicando solo el reloj o el calendario sino que, además, deberíamos tener en cuenta el caudal de vivencias pluridimensionales que proporcionan significados trascendentes a las múltiples actividades que realizamos u omitimos. Como es sabido, los pasos siempre dejan unas huellas, más o menos profundas, que dan sentido al resto de nuestra trayectoria. ¿Cómo es o será la vida que vivimos -o que vivamos- a partir de los cincuenta?
Pedro Ortega Campos -doctor en Filosofía y Letras y en Sociología- nos proporciona una serie de claves interpretativas y de pautas orientadoras para recorrer los últimos tramos de nuestra vida de una manera lúcida, extrayendo la sustancias nutritivas acumuladas tras experiencias positivas o negativas. Partiendo del supuesto según el cual “a muchas personas los años no las hacen más sabias o prudentes, sino, simplemente, más viejas”, dibuja unas sendas por las que podemos deslizarnos hacia la profundidad de nuestras vidas con el fin de aprovechar las oportunidades siempre nuevas que aún nos ofrece la vida. Me ha llamado la atención la claridad con la que explica cómo es posible vivir estos tramos finales de una manera más intensa, evitando que las arrugas de la piel contraigan el entusiasmo del alma y logrando aumentar los permanentes y crecientes deseos de bienestar.
En mi opinión, es acertada la distinción entre la “ancianidad” y la “vejez” porque, efectivamente, durante la ancianidad podemos seguir creciendo y dando frutos mientras que envejecemos cuando no maduramos, cuando nos cerramos a ideas nuevas o nos volvemos radicales, cuando lo nuevo nos asusta, cuando pensamos demasiado en nosotros mismos y nos olvidamos de los demás, cuando dejamos de esforzarnos y cuando no aportamos proyectos. Es cierto que hemos de tener memoria del pasado pero a condición de que no sea nostálgica o melancólica sino agradecida porque, como afirma textualmente el autor, “la memoria es la base de la personalidad individual, así como la tradición lo es de la personalidad colectiva de un pueblo” (p. 12).
Importante, a mi juicio, es también la consideración humanizadora de la muerte, la propuesta de la comunicación como garantía de salud mental y física, y la detallada descripción de las posibilidades, de los riesgos y de la ventajas de vivir adecuadamente cada uno de los diferentes trayectos vitales a partir de los cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y noventa años. Resultan especialmente concretas y prácticas las recetas que nos proporciona, apoyándose en mensajes de la Sagradas Escrituras, en textos clásicos de filósofos y de escritores contemporáneos como, por ejemplo, la conveniencia de cultivar la inteligencia, de realizar ejercicios corporales, de cuidar la alimentación y, en especial, de profesar una fe que proporciones sentido a la vida.
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